«Bastante tengo con estar loco, como para aguantar además que me llamen enfermo mental». Este comentario de un paciente transmite con lucidez y precisión la oposición entre locura y enfermedad mental, y muestra, asimismo, su preferencia de la primera a la segunda. Las palabras son muy sensibles a los tiempos, las modas y los contextos. Gustan más o menos y son mejor o peor aceptadas dependiendo del ámbito y el momento en que se empleen. A nadie le extrañaría que se hablase de locura en un entorno cultural, filosófico y literario. Pero si ese mismo término se empleara en el medio sanitario, más de uno se sentiría incómodo y refunfuñaría. Hoy día las cosas están así.
Locura, enfermedad mental y psicosis son términos que aluden a un referente común. Pero este referente tiene algo particular, puesto que en él las palabras rebotan y muestran su insuficiencia. Esta dificultad intrínseca de nombrar lo innombrable, de decir lo indecible y explicar lo inefable, favorece el uso ideológico de esos términos. De este modo, la elección del vocablo perfila de por sí la posición de quien habla. Y está claro que estas preferencias muestran importantes desavenencias, tanto en el enfoque psicopatológico como en el terapéutico.