Los rinocerontes lanudos, los caballos y los bisontes en las cuevas de Chauvet o en Altamira, son algunas de las imágenes más antiguas jamás pintadas. Llegan a nosotros, con turbadora elegancia, desde un vacío que existía hace más de 32.000 años, y establecen con nosotros un vínculo tremendo e instantáneo. Esas manos, ni polvo enamorado ya, son nuestras, contemporáneas, aunque toquen el misterio y el mito. Hemos estado imaginando el concepto desde que saltó de la tabula rasa a la representación. Sus fantasmas todavía nos susurran como las calaveras de Hamlet y nos siguen preguntando: ¿Dónde están los que antes de nosotros habitaban el mundo? ¿Dónde las nieves de antaño? ¿Qué fue de los infantes de Aragón? ¿Los galanes, las damas? Nuestro tiempo libre actual no está tan ocupado por los oficios. Hubo una época en que una imagen de Mahoma no era motivo de escándalo. Ahora disponemos de muchas cosas baratas, ahora jugamos en las pantallas. Ahora es el momento de pintar las cuevas, pues mañana morimos.