En el París de 1895 algunos novelistas buscan personajes para sus obras. Pero, como todo el mundo sabe en especial los autores, a veces los personajes huyen del manuscrito en que vivían para ir en busca de nuevas aventuras. ¿Será que no le gustaban las suyas?: cuando Ícaro se interesa por el porvenir de los medios de transporte ¿no obedece acaso al destino que su nombre le impone? E, incluso ¿no debería haber previsto su autor que, al bautizar a su personaje con el nombre de Ícaro, debía volarle?
El vuelo de Ícaro es una historia conmovedora, ingeniosa y divertida, además de un artefacto endiablado. Queneau aprovecha las travesuras de su personaje para explorar las ambigüedades del lenguaje, exhibir sus trampas y explotar sus posibilidades poéticas. Pero lo hace, una vez más, lúdicamente, es decir, desplegando el singular sentido del humor que caracteriza su obra y la convierte en algo así como un correlato literario de los hermanos Marx. Tan disparatado y lúcido como ellos, Queneau tiene además la virtud de haber producido una obra de ficción que alberga tantos niveles de lectura como lectores quepa imaginar: desde los más jóvenes y tiernos, como su protagonista, hasta los más maduros y
resabiados, como, posiblemente, su autor.