Estamos viviendo, en una serie de aspectos, algo que podríamos definir como la resaca de la feliz expansión económica, expansión que no parecía implicar problema alguno. Se ha logrado mejorar notablemente el nivel material, se ha elevado la seguridad social, se ha alcanzado el consumo masivo. Todo el aparato comercial está preparado especialmente para demostrar que la felicidad consiste en un incesante aumento del consumo. Esto, obviamente, agudiza las exigencias, las demandas y los deseos de la gente. Pero apenas se ha informado de los gastos que acarrea en forma de destrucción del medio ambiente, inflación, desgaste y marginación de las personas, de las tremendas transformaciones estructurales que son consecuencia de la evolución de la técnica y de la concentración de poder. Esto crea en muchos una sensación de decepción e inquietud, sensación que se intenta dirigir contra la sociedad y los organismos políticos, a pesar de que está bien claro que esos rasgos del desarrollo social son producto, fundamentalmente, de decisiones tomadas al margen de las asambleas políticas. Al contrario, los poderes públicos han tenido que intervenir para aliviar o combatir las fuerzas del mercado libre y las consecuencias más demenciales de la concentración económica. Pero el crecimiento no es el enemigo principal. Lo malo está en su absurdo reparto tanto a nivel nacional como internacional. Lo malo está en la falta de contenido social del desarrollo económico. Después de haber explotado vergonzosamente los recursos económicos del mundo, los países ricos no pueden salir a escena y decirles a los pobres: ahora tenemos que detener el crecimiento, de lo contrario vamos hacia la catástrofe. Para los pueblos que durante siglos han sufrido la opresión colonial y que ahora comienzan a vislumbrar la oportunidad de alcanzar la justicia social y la dignidad humana es bastante natural decir lo que un argelino decía recientemente: «Les beaux jours sont devant nous». («Los días felices están ante nosotros.») Olof Palme