La religión ha intentado capar a todo el mundo el intelecto y la sexualidad. La religión ha constituido el fundamento de muchas de las conspiraciones que se han forjado contra la inteligencia, contra la racionalidad, contra el progreso y contra la felicidad de los hombres y de las mujeres.
No quisiera molestar a nadie al afirmar que la religión es una solemne superstición, cuyos componentes más señeros son la credulidad y el fetichismo. Entiendo por superstición aquella operación mental -un tanto animista e infantil, desde luego- que funde y confunde lo personal y lo impersonal, lo exterior y lo interior, lo lejano y lo próximo, lo sensible y lo que no se ve, ni se toca, ni se oye, ni nada. Es decir, el caldo de cultivo más apropiado para dejarse sobornar por el chantaje de la promesa de la resurrección de la carne.