Desde las revueltas árabes al movimiento de los indignados, de las huelgas griegas a la ocupación de Wall Street, hemos asistido, sin «entusiasmo» kantiano (vale decir: distancia cómoda del espectador presuntamente crítico), a una serie de posicionamientos tácticos que venían a demostrar que, afortunadamente, no nos encontramos plenamente en la era de la «despolitización».
Más allá de la recepción, habitualmente distorsionada o con querencia evidente a la impostura, de los medios de comunicación, tratamos de plantear la cuestión del capital simbólico-cultural que está dinamizándose en el seno del activismo indignado.
Si, como pretendiera Adorno, el arte es un sismógrafo de la época, nos interesa presentar una serie de «cartografías» o itinerarios teóricos para comprender lo que está pasando sin caer en el esteticismo pero tampoco en una mera recuperación del realismo como reflejo de los acontecimientos. El arte de la indignación funciona, por tanto, como cuaderno de campo colectivo, materiales polémicos y necesariamente fragmentarios, operativos como herramientas deliberadamente «precarias» contra el nuevo Imperio que se llama Cleptopía.