Y desde entonces nos queda el deseo de comunicar algo y la conciencia de que no podemos formularlo del todo. Incluso podemos re-contar a los niños aquellos mismos cuentos, y sentir que algo se queda escondido y no se deja atrapar por las palabras. Ahora nos atrevemos a esperar a que el niño crezca para que pueda comprendernos de otra manera; y vemos que el discurso que elaboramos nos lleva, con frecuencia, al fracaso. Es ahora, cuando ya se es capaz de entender todo, cuando volvemos al cuento.
Estos cuentos están escritos para favorecer el encuentro. Al leerlos, uno puede encontrarse consigo mismo, robar del cuento aquello que más le convenga, añadir o quitar esa parte del escenario que mejor representa sus propias alegrías o penas, triunfos o frustraciones. Porque, en los cuentos, la piedra, el niño, el animal o el árbol son portadores de aquello que la naturaleza les proporciona, pero también de las proyecciones con que nosotros les dotamos.
Son cuentos para educar y educarse. O sea, cuentos para sacar de cada uno todo aquello que posee, tanto para educar a otros como para educarse a sí mismo.
Un libro para soñar y hacer soñar, porque eso es el cuento.