No soy ningún experto en estudios bíblicos y mucho menos aún en exégesis bíblica. Sí que quiero manifestar que el Evangelio me resulta cada vez más fascinante. Procuro leerlo con asiduidad, por poco que pueda lo hago cada día, para dedicar después algunos minutos a la reflexión.
Una lectura pausada y serena del Evangelio; hecha fundamentalmente y sobre todo desde el corazón. Pero no en el sentido de hacerlo confiando más en el sentimiento que en la razón; sino esforzándome por descubrir en él cada día y en cada instante la realidad concreta de mi persona frente a la sociedad y a la Iglesia del momento.
Por ello, nadie puede acercarse al libro que tiene entre las manos buscando, por ejemplo, datos históricos sobre Jesús o sobre su actuación, mientras recorría la Judea y la Galilea de hace veinte siglos. ¡Lejos de mí precisamente semejante pretensión!
És fácil, por tanto, que alguien pueda observar como fragmentos semejantes llevan a manifestaciones diferentes. Solamente se explica desde lo que acabo de puntualizar: la palabra del Evangelio siempre nueva y viva que responde de manera concreta a las situaciones y a las circunstancias que puede uno estar viviendo en un momento también concreto.
Así pues, no se trata de algo que siempre tiene que ser lo mismo para toda persona y en todo momento. Todo lo contrario; pues ahí radica precisamente la gran riqueza del proyecto de Jesús, cuya interpelación es diferente para cada persona y según el momento en que ésta se encuentra. Sin que ello lleve a nadie a pensar que estamos ante un relativismo, producto en este caso de un sentimentalismo alejado, en cierta manera, de la crítica más elemental.