El diálogo es la manifestación lúdica de la inteligencia. Dialogamos para saber, para revelar, para desentrañar; somos dialogantes para sabernos humanos. Como una partera que ha asistido sin descanso la larga noche de la historia, la tradición humanística del mundo se fundamenta en la conversación. Un pertinaz filósofo que interroga por el albergue de las ideas en la arcadia ateniense, un insomne inventor que inquiere a la naturaleza para conocer nuestro centro gravitacional con el riesgo de verse vestido en llamas por obra de la torpeza oscurantista, un científico que cuestiona a la materia para asomarse a su mínima composición. Todos conversan. Lo hacen con las ideas, con la naturaleza y con el tiempo. ¿En qué oculto pliegue de la razón reposa nuestra insaciable vocación por la preguntas? ¿A qué extraño mandato respondemos cuando evadimos el hartazgo de la obviedad y osamos cuestionar? Desde que el ingenio creador estampó un Bisonte en Altamira, o, aún a riesgo de hacer de la especulación una doctrina, desde que en la nada un asomo de vida insistió en germinar, lo que hemos dado en llamar universo ha hecho de la interpelación un camino. Queremos explorar para poder ser. Porque indagar es leer.