Si en la primera parte, «Cuaderno de la vida», prevalecen el mundo real y la anécdota, en la segunda, «Cuaderno de la luz», todo se desnuda en busca de las esencias, de la universalidad de la vivencia humana, y los símbolos se adueñan por completo de los poemas. Los versos se desprenden de adornos, se quiebran y desgarran hasta tornarse imágenes fragmentarias, puros fogonazos de conocimiento.
Así, Colinas conduce al lector hasta un mundo donde se unen, en plácida armonía, presente y pasado, música y silencio: en última instancia, Oriente y Occidente. Surge al paso el anhelo de la luz más pura , desnuda, esa luz que a veces sólo se encuentra en lo más oscuro. Y, por doquier, fluye la música, que, de Händel y Glenn Gould al canto de la naturaleza y de las piedras, va depurándose hasta convertirse en una melodía primordial, «que arde / sin consumirse, que por siempre embriaga».