En la antigua Roma, que supuso un magno proceso de vertebración de los territorios circunmediterráneos, co¬rrespondía a las elites el liderazgo y el monopolio del poder en todos sus ámbitos, en todas sus acepciones y ex¬presiones; pero, además, fueron generados por aquéllas tanto los modelos de comportamiento y referentes a emular, como las pautas ideológicas de referencia. Las elites fueron así, tanto garantes de la conservación de las esencias más genuinas de Roma -las mores maiorum-, como uno de los principales instrumentos de homogeneización cultural y fermento de integración ideológica a todo lo largo y ancho del Imperio.
Las crecientes necesidades de gestión del Estado y, por ello, la continua demanda de renovación de los estratos dirigentes, fueron respondidas en Roma mediante la integración en las elites de nuevos miembros, ampliándose a la par espacialmente su reclutamiento, con la consiguiente fuerte circulación social que aquello implicó. Con la incorporación de los miembros más conspicuos de las elites provinciales en la aristocracia imperial se consiguió, reforzando los vínculos de las comunidades urbanas de las provincias con Roma, la plena integración de los diferentes territorios que llegaron a componer el Imperio y, con ello, la plena consolidación del dominio imperial. Pero, a la par, la formación e incorporación de una elite sociopolítica dirigente que tenía su origen en las ciudades se mostró como una de las respuestas más operativas, utilizando a los promovidos como gestores, a las crecientes exigencias de la cada vez más compleja administración imperial.