La relevancia de la Iglesia en nuestra historia reciente choca con la dificultad de desentrañar las posibles diferencias entre sus integrantes. Craso error pensar en ella como seguidora de una sola forma de entender el hecho religioso y sus relaciones con el poder político. Hubo líneas gruesas, tendencias mayoritarias que dominaron por momentos el panorama. La Iglesia católica colaboró con el régimen franquista resultante de la Guerra Civil y llegó a ser parte del mismo al controlar aspectos tan relevantes de su poder como la educación, parcelas de ministerios muy destacados y, tal vez lo más importante, el control de la tradición y la vida cotidiana. La Dictadura vino, de la mano del nacionalcatolicismo, a inspirar gran par te de sus actuaciones y a servir de legitimación en momentos de aislamiento o dificultades. Sus privilegios, sus recursos, sus actividades la convirtieron en espacio protegido en el que muchos españoles tomaron verdadero contacto con la realidad. Hubo plena conciencia de que no había más medios de comunicación que los del Movimiento, de que no se permitían partidos políticos que no fueran la Falange o sindicatos distintos al Vertical, de que leer un libro o ver
una película mínimamente crítica solo podía hacerse en los espacios de la Iglesia. Desde ella se empezó a animar, con la permisividad de las autoridades, a los jóvenes, en especial, para tomar iniciativas que les llevaran a salir del tedio, la pasividad o el seguidismo más acrítico. Cobró así mayor importancia la labor de suplencia, prepolítica y parapolítica, que la institución llegó a desempeñar y que constituye el ADN de buena parte de los cambios que nos permitirán interpretar de manera correcta todos los esfuerzos en aras de una mayor comprensión y un mejor conocimiento de sus acciones. Todavía son pocos los especialistas que, con enorme lentitud, vienen arrojando luces y sombras sobre el tema.