Lo primero, porque el juicio de hecho (o la valoración de la prueba, que es su núcleo esencial) no puede contemplarse como un modo libérrimo de construcción de una verdad procesal ajena al control de los hechos. Lo segundo, porque dicho juicio está sometido a serias limitaciones epistémicas e institucionales que hacen que sus resultados no puedan ser aceptados como incontrovertibles sino sólo como probables, por más alta que esta probabilidad pueda ser.
Simplemente, el juicio de hecho es tan problemático o más que el juicio de derecho; es un ámbito de esencial incertidumbre y no de certezas incuestionables; es, en definitiva, el espacio de ejercicio del poder judicial menos reglado y donde en consecuencia el juez puede ser más arbitrario. Es precisamente la conciencia de ese inmenso poder que el juez administra lo que auspicia algún tipo de control sobre la libre valoración. Si así no fuese, la valoración más que libre sería libérrima, subjetiva e incontrolable (íntima o en conciencia, en la sorprendente terminología al uso), con lo cual se abandonaría la racionalidad para entrar en el campo del puro decisionismo judicial. Un mínimo compromiso con el constitucionalismo exige dotar de racionalidad ese espacio de la decisión judicial tantas veces opaco a cualquier control.