El penacho de la palmera va y viene al son del viento: de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como una cabeza que dice "No", pero no; lo que quiere decir la palmera es "Sí" porque está contenta. ¡Si tu mujer fuera así! Yo gracias a Dios no he tenido ninguna: ni de niño, ni de joven, ni de viejo, ni de muerto. ¿Consecuentar yo mujeres? ¡Jamás! Mi desviada lujuria me salvó.
Pero no hablemos de mujeres que es tema insulso y volvamos al antejardín, en cuyo verde prado una mano sabia, antes de que yo naciera, entronizó en su centro la palmera. Es una palma real que a la fecha, habiendo enterrado a montones, sigue creciendo, como un niño, hacia arriba, hacia el cielo, hacia Dios. Desde lo más profundo del azul celeste, instalado entre el coro de angelitos que me acarician con su canto en las abullonadas nubes la estoy viendo allá abajo chiquitica, chiquitica... Así son las grandezas humanas vistas desde lo alto: poca cosa. Presidente no fui porque no quise. Papa tampoco porque no quiso Dios, que me tiene reservado para más altos designios. Y no me pregunten cuáles porque aún no sé, me mantiene en vilo. ¿Podrá haber dicha mayor para el cristiano que salir en silla gestatoria todo emperifollado, bajo palio, bendiciendo a diestra y siniestra a la multitud que lo aclama?