Hay cosas que un hombre jamás debería consentir. No debería permitir que se le cayera el pelo antes de los treinta, que dejaran de echar el fútbol por la tele, que una chica le ganara a los videojuegos, que alguien comprara su ejemplar reservado de la revista Playboy en el kiosco de la esquina o que, de pronto, su madre se negara a hacerle la colada. Está claro que esto es completamente inaceptable; pero, aun así, por encima de estas cosas, aún hay algo que un hombre no debería pasar por alto: Nunca, jamás en la vida, bajo ningún concepto, en ninguna ocasión, cualquier hombre que se vistiera por los pies debe aceptar que su novia y su mejor amigo más guapo, más listo y con más éxito que él se conozcan. Mucho menos que hablen a escondidas. Y mucho, muchísimo menos, que acaben acostándose.
Soy Carlos Martínez, la novia de la que hablo es la mía, el mejor amigo también y eso que he contado antes me ha pasado a mí.
Pero afortunadamente no estoy solo en todo este melodrama. Por un lado tengo a Rey, amiga, consejera espiritual y apoyo permanente; y por otro tengo a Óscar, bombero raudo cuando arrecia algún que otro incendio personal o afectivo. Porque que tu novia se haya liado con uno de tus mejores amigos es, definitivamente, no ya un incendio, sino una bomba atómica que requiere de atención especializada; y mis amigos son expertos en eso: en aguantar estoicamente mis explosiones de dramatismo.
Claro, que no todo es lo que parece y a lo mejor estoy equivocado en esta historia. Y es que esto es lo que suele ocurrir cuando somos los hombres los que las contamos. Que nos perdemos entre tanta parafernalia emocional. O a lo mejor es lo que ocurre cuando soy yo el que la cuenta, que soy hombre y encima soy yo. No lo sé. De cualquier manera, solo hay que leer para comprobarlo...