Félix y Dora, aunque apenas se conocían, habían decidido odiarse mutuamente para siempre. Por eso iban en el asiento de la parte trasera del coche, cada cual mirando por su ventanilla, con el ceño fruncido, los brazos cruzados y el morro largo como de tapir, de camino hacia una casa solitaria en la cima del monte. ¿Por qué le llevaba su padre a aquel lugar tan lejano y extraño?, pensaba Félix; él no quería ir a ningún sitio con su padre, de hecho, no quería a su padre, ni a la novia pelirroja que tenía, y aún menos a Dora, la hija de aquella, tan pelirroja como su madre, aunque más sabihonda...