...Se reía al pensar que el aldeano pudiera haberse enamorado de ella. Se rió los primeros días... Pero ahora, pensando en la dulce quietud
de su aposento en sombras, en estas primeras horas de la mañana, le halagaba el pensamiento.
Seguramente aquello había de ser un juego, un coqueteo de mujer sabia con el corazón ingenuo de un hombre inculto pero, amiga mía, con aquella patata entre las piernas...
Acaso, acaso, una necesidad de su carne, que despertaba al contacto con la Naturaleza. Lo mismo era eso, pero no lo creía en serio: la Naturaleza jamás le dio motivos de estremecimiento, excepción hecha de los bocados sorpresivos de las hormigas león..., y según en qué lugar de su anatomía...
"De su carne que sentía vibrar con una fuerza nueva, que era como un incendio -pensó-. Es lo más posible. Sí, va a ser eso."
Sintió nuevamente unos pasos que se acercaban a la puerta. Desde la cama gritó:
-Entra, Daisy.
-Buenos días, Milady.
-Felices. ¿Cómo está el tiempo?
-Hermosísimo. Ya nos llovió en la madrugada, al ordeñar las vacas.
-Abre el balcón -un soberbio olor a marrano copó el aire.
Abrió Daisy. La gloria de los primeros rayos de un sol espléndido, envuelto en las dulzuras de la fresca brisa matinal, que traía los aromas campestres, inundó el dormitorio, matizando con el soberbio hedor a que antes nos referimos.
-Da gusto, señorita -dijo la aldeana, acercándose a Adèle.
Ésta vio su rostro juvenil, rosado, fresco; sus ojos claros, limpios, alegres; sus labios rojos, como dos pétalos de una flor encendida, y, sin quererlo, el pensamiento perverso de morder aquella boca acarició su mente y cosquilleó en su carne. Fue como un gran deseo que la inquietara, más o menos.
-Estás muy guapa - murmuró quedamente, con la voz un poco velada, apoderándose de sus manos y atrayéndola hacia sí. Y con su boca buscó la de Daisy. Al beso siguió un latigazo que encendía su sangre y nublaba su vista.
La aldeana sonrió inocentemente, halagada por la caricia, y se apresuró a disponer el baño. Las aletas de su hociquillo gozaban entre las sales.
-¿ Se va a levantar Milady ?
-Sí; ahora. Cierra un poco el balcón -enervada por el odeur a guarro.
-Voy a traer el agua caliente.
-No tardes, querida.
Salió Daisy. Adèle la vio marchar. Rápidamente se quitó el pijama que cubría sus carnes, y quedó desnuda frente al espejo, soberanamente espléndida en su desnudez. Desnudez infinitamente más soberana que la de nuestra soberana, la reina Victoria, que Dios guarde.
Un rayo de sol acarició sus carnes en un beso largo y cálido. ¡Claro privilegio de los astros!
-¡Milady! -llamó Daisy fuera.
-Pasa, pasa...
La aldeana quedó en la puerta, muda de admiración, avergonzada de mirar aquel cuerpo, del que, a su pesar, no podía separar los ojos.
-Echa el agua.
El rubor le quemaba las mejillas, y llegaba a sus ojos, velándolos.
-¡Brrr!... ¡Está riquísima!
Se había tendido en la bañera, sintiendo la caricia grata del agua en sus carnes, que vibraban al ritmo de mil pensamientos que ponía en su mente la presencia de Daisy.
Ésta ni siquiera se atrevía a mirarla. Después de preparar la sábana y las toallas, se acercó a la cama, disponiendo la ropa de la señorita.
-¿Te gusta el agua?
-Oh, sí, muchísimo, Milady.
-Es una caricia... Como la de un novio a quien se quiere mucho. Muy suave y lánguida... Como la de Soames para ti.
-¡Oh, Milady!...
-¿No te acaría? Anda, cuéntame. Eso no es un crimen. Os vais a casar. ¿Qué te decía anoche en el empedrado de los caballos?...
-Me hablaba de la labor, del campo..., Milady.
-¿Nada más? No te sonrojes. Yo no se lo voy a decir a nadie. ¿No te habló de cerdos? Lleva el aroma impregnado. Delata su cercanía... ¡Habla! Es una orden, Daisy, querida.
Saltó fuera. Corría el agua por su rostro juvenil; por su cuello, blanco y terso, deshaciéndose en hilillos que cosquilleaban por sus espaldas, nuca abajo, por el canal, blanco y torneado, de sus pechos diminutos, erectos ahora a la agradable sensación del placer.