El rey de Castilla y León, a quien la historia llama Alfonso X aunque en la realidad fuese el noveno en ambos reinos, siempre se le ha calificado de Sabio. Y realmente lo fue. Con toda justicia se ha dicho que él fue el auténtico creador del castellano como lengua apta para la difusión de la ciencia y la cultura. Tanto es así que en su época se afirmaba que quien quisiera saber Teología tenía que ir a París, quien desease adentrarse en el Derecho debía dirigirse a Bolonia, pero que para conocer la naturaleza, el mundo que entra por los ojos, los astros, se había de viajar hasta Toledo donde el rey había concentrado a sus principales colaboradores en la que se conoce como Escuela de Traductores. Pero, si el rey fue verdaderamente un sabio no se puede decir que fuera un santo (al menos desde el punto de vista de la iglesia) como lo había sido su padre Fernando III. Y no fue santo (que entonces posiblemente fuese sinónimo de casto) porque se relacionó y tuvo hijos con, al menos, tres mujeres antes de casarse. Podría afirmarse que su abuela la reina Berenguela de Castilla y su padre poco menos que le obligaron a ello por necesidades del reino y la corona. En las páginas de este libro se habla tanto de sus estudios como de sus amores.