Allí tuvo su primer amor. No se enamoró de esa chiquilla apenas púber que vivía en su misma calle y que aunque estuviera vestida parecía desnuda, sino de una vieja bicicleta que permanecía arrumbada en el cuarto o, más precisamente, en el cobertizo de los trastos viejos. Era o había sido de uno de sus tíos. Al final venció la resistencia de su abuela a no tomar lo ajeno sin permiso de su dueño y con lo poco que ganaba haciendo marcos y también espejos, y de la prolija fabricación de cajas que parecían joyeros, dejó otra vez nueva y reluciente aquella bicicleta. Con una ventaja añadida: que no paría triciclos.