Argumento de Una Infancia en Montreal
Así que ahí estaba yo, un descendiente directo de Adán y Eva, afrontando el mundo a mis diecisiete. Tenía pocas cosas materiales y nada de dinero en mis bolsillos, pero tenía un montón de parientes, una carta de admisión para una universidad, un trabajo y una novia. Las cosas más importantes que poseía estaban en mi cabeza. En primer lugar, todas las cosas que habían puesto ahí mis padres, mis profesores, los libros y mis amistades: ocupaciones y libertades, aspiraciones y prohibiciones. En segundo lugar, todo el conocimiento del mundo y sus aspectos, y de las cosas que tenía para ofrecerme y que podía tomar. En tercer lugar, todos los recuerdos y deseos que habían crecido conmigo desde mi nacimiento, todos los ideales y esperanzas y esfuerzos y creaciones que brotaban de mi joven alma. Así que podía ir por las calles con la cabeza alta, balanceando mis brazos con firmeza como un súbdito británico libre, y sentirme a mí mismo como una parte del mundo, con todos sus árboles y pájaros y bestias y gentes que latían y pululaban por la tierra y por encima de ella, y sí, también de las raíces que rebuscaban debajo de su superficie.1