La poesía se concibe aquí como territorio de salvaguarda, como ámbito en que podamos estar protegidos, salvados, frente a toda intemperie; lo mismo que esos espacios dextros en torno a las iglesias, o que esos círculos, trazados por los niños en la tierra durante sus juegos, en los cuales uno queda salvado con el solo hecho de entrar. Las palabras se configuran aquí como hilos de tiempo, hilos de la emoción y la memoria, que, procedentes de lo vivido, tratan de trascender la realidad, para crear un territorio del espíritu, en el que la belleza sea resultado de un modo de estar en el mundo. La palabra, a través de un ejercicio de ascesis y de retracción meditativa, busca en la esencialidad un modo de iluminación y de revelación, frente a tantos lenguajes contemporáneos que velan y enmascaran al ser humano y el mundo.