El primero de estos principios fue el de resistir a literatura-acción o literatura-intervención: a través de la afirmación porfiada y casi solemne de la inutilidad de la poesía.
El segundo principio de esta persona fue el de no temer la actualidad (en nombre de cualquier otra cosa que la hace vana y en la que, por otra parte, esa persona cree).
El tercer principio fue el de concederse una cierta libertad lingüística que, a veces, roza la arbitrariedad y el juego (cosas que anteriormente nunca sucedieron, ya que sus mitificaciones siempre fueron ingenuas, apasionadas y solicitas).
El cuarto principio fue el de considerar fatal por su parte la resignación ante la persistencia del «oxymoron» o de la «sineciosis». (Cfr. «Sineciosis de la diáspora», pág. 154.)
El quinto principio consistió en el descubrimiento, casi imprevisto, de que la libertad es «intolerable» para el hombre (especialmente si es joven), que se inventa mil obligaciones y deberes para no vivirla.
El sexto principio (mucho menos importante) consistió en no querer hacer de todos los principios anteriores de una forma de fidelidad a sí mismo; necesaria para realizarse, una aportación a la restauración.
Sobre todo siempre prevaleció la idea, desesperada pero resignada, de que su propia vida se había empequeñecido: pero, en cualquier caso, ha aumentado el placer de vivir, en razón de la material disminución del futuro.