Una casa pobre que contenía toda la hermosura del mundo, un tiempo en el que los que se iban de El Hierro a Venezuela deseaban prestar sus casas para que el hollín de la decrepitud no los royera. Vida sencilla, sin atracciones ni lujos, en la que un niño alcanzaba una nalgada o era premiado con una pera. Condenada memoria, espejo sagrado del primer amor.
Un hombre de escasa palabras (el padre), reconcentrado en la ardua tarea de transformar un erial en huerto, es el centro y el hilo conductor de dos conversaciones que se cruzan, se superponen, se completan y se repiten sin encontrarse jamás pero cuya reiteración convoca una certeza: la imposibilidad del olvido. El amor a una memoria, a una imagen y una tarea que, sin ser en ningún momento compartida, acompañarán siempre a los que quedan.