August von Platen-Hallermünde (Ansbach, Baviera, 1796 - Siracusa, Italia, 1835), elogiado y reconocido como gran poeta por Goethe en sus conversaciones con Eckerman, admirado por Thomas Mann, alabado por André Gide y Julien Green en sus diarios, es en la actualidad casi un desconocido incluso para los que todavía citan sus impresionantes versos sobre la misteriosa relación entre conocimiento de la belleza y muerte. Como nos dice Muschg en su Historia trágica de la Literatura, se consideraba el último heredero de una época agonizante, como Hölderlin, Kleist y Grillparzer, pero con la marca epigonal. Necesitando desasirse de su vida de estudioso (lecturas y más lecturas: estudio de otras lenguas, práctica perfecta de formas poéticas ajenas, como el ghazel), se lanza al viaje y descubre en Italia la pasión por la vida, entusiasmo y revelación que manifiesta en los sonetos más perfectos escritos en alemán. En esta forma clásica nos dejará el testimonio de su devoción por Venecia y el de sus sufrimientos eróticos. Aunque hay un Platen hímnico, pindárico, rapsódico, el que resulta más moderno es el que entronca (por el lirismo único en su tiempo, por su atrevimiento a la hora de desvelar su alma, por el sufrimiento impregnado en su poesía) con los cantores y videntes alemanes que vendrían después, como Greg, Hofmannsthal o Rilke.