Julio y Julio partieron de Argentina mediado el siglo a conquistar Europa y no dejarle un indio sin convertir. Lo fueron logrando, no del todo. Hasta que decidieron dar La vuelta al día en ochenta mundos y el éxito, sometido y manso, se arrojó a los pies de su binomio. Como el público exigía una continuación, enseguida pasaron a Último round y compusieron un doble álbum donde pegaron con celo los mejores recortes de su imaginación. El éxito ya no sabía qué hacer para demostrarles su afecto. Siguieron juntos otro rato. Julio Silva, entonces, decidió instalarse en Silvalandia y retratarla, para que Julio Cortázar se la pusiera en palabras. El resultado, más que un libro, es una civilización entera, donde viven elefantes con todos los derechos ciudadanos en regla y peces a cuyos amos jamás se les ocurriría dejarlos en una pecera cuando salen a pasear. Igual que carteles pintados por una esfinge e interpretados por un Edipo platense que veía crecer la hierba donde nunca pudo crecer la hierba. Todo lo cual se resume en el mayor peligro de Silvalandia: el lector puede convertirse en niño o cada paso de página. Y quedarse para siempre en esa tierra, agarrado de Julio con la mano izquierda y agarrado de Julio con la mano derecha. Cómo no va usted a correr un riesgo tan cariñoso.