Argumento de Siete Inviernos
Elizabeth Bowen es una autora poco común. En una época y un contexto geográfico, el de la Irlanda de principios del XX, en el que está a punto de desarrollarse el último acto de los conflictos que desembocarán en la Independencia de 1921, la sensibilidad de Bowen gira sobre sí misma para contemplarse en las aguas de la memoria. Narcisismo apolítico dirán sus críticos, y factor de hecho del relativo desdén con el que algunos círculos han recibido su obra.
El valor de sus escritos, y muy particularmente de estos Siete inviernos, nos demuestra una vez más que, en distintas épocas, la humanidad repite sus cegueras. Si en todos los siglos el ruido de los héroes y sus luchas ha solido deslumbrar al novelista, en cuyas páginas acostumbra a circular el vendaval de lo importante, hay textos que perduran por fijar el que es a fin de cuentas el universal más invariable: el mundo íntimo del alma visto en este caso a través de los cristalinos y muy agudos ojos de una niña dotada de una precoz inteligencia estética.
La colección de secuencias de esta obra entrega al lector una delicada serie de bordados, de encajes, de camafeos que se abren a un mundo perdido: el de todas las infancias. No es un libro melancólico, sino una asombrosa orfebrería del recuerdo.
La delicada lámpara de Bowen ilumina además los rincones de una clase maldita en un siglo marcado por la emancipación marxista y su fracaso. Esa neoaristocracia profesional o esa burguesía ennoblecida, anteriores a los «felices veinte», aparece aquí retratada con la ironía y la ternura de quien la describe sin un objetivo ideológico preconcebido. Es una oportunidad única de asomarnos a las grandezas y miserias de esa élite culta que tanto ha desfigurado a veces el fogonazo de la literatura social.0