Hay una necesidad de avivar el fuego de Dios recibido en la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1,6), para poder vivir y servir en fidelidad y en dignidad a los hermanos, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndonos en modelos de los hermanos (1 Pe 5,2-4).