Como señala Certeau, la autoridad de la que se inviste el relato historiográfico intenta «compensar lo real del cual está exiliado (...) juega con lo que no tiene, y extrae su eficacia de prometer lo que no dará».
Ante esta tensión paradójica entre los presupuestos epistemológicos de la historiografía contemporánea y las exigencias disciplinares, que podría conducir a la autodisolución del conocimiento histórico, Keith Jenkins propone una nueva mirada, abre una posibilidad a este aparente callejón sin salida, siguiendo la más escrupulosa lógica historiográfica: el saber histórico tal y cómo lo conocemos es un producto de la institucionalización de la disciplina en el siglo XIX, es el resultado de un contexto histórico específico.
Los cambios que se han operado desde la segunda mitad del siglo XX han provocado y están provocando transformaciones en nuestra forma de entender y de aprehender el pasado. El fin de la historia que conocemos dará paso a nuevas formas de conciencia histórica y ésta promete nuevos e insospechados saberes.