Se cuenta que era tradición en la vieja China que, a la muerte de un santo, de un héroe o de un canalla se les levantasen estatuas para que el pueblo, al contemplarlas, rememorase cuál había sido la vida de los que así quedaban a la luz de la posteridad.
Se ponían flores y alabanzas en torno a las estatuas de los santos y de los héroes, y se escupía al pasar ante las dedicadas a los criminales. Si esta tradición hubiese llegado a nuestro mundo occidental, no cabe duda de que Rasputín tendría una estatua y el pueblo, al contemplarla, saludaría escupiendo.
Fue un colosal embaucador, uno de esos monstruosos mixtificadores que, de vez en cuando, crecen en la humanidad para indignación y trastorno de la época que les vio nacer.
Como un Nerón sanguinario y ególatra hasta el paroxismo; como un Iván el Terrible, Grigori Efimovitch Raputín pone un soplo escurridizo y macabro en la historia a pesar de los cien años transcurridos desde su muerte en la noche del 16 de diciembre de 1916.