No deseo desvelar al lector nada de lo que va a encontrarse en las páginas de este libro. Sí quisiera advertirle, sin embargo, que en ellas no va a toparse con nada que no esté en su interior, nada que no pertenezca, de un modo u otro, a la propia naturaleza del hombre (de la mujer) y que, por tanto, omita la farsa de apartar los ojos con asco, horror o incomprensión ante la lectura de según qué párrafo. Quién sabe qué peores delitos alberga su corazón, a priori tan libre de culpa. Si alguien quiere, a pesar de todo, tacharnos de provocadores, acusarnos de fomentar el mal gusto o tildarnos de ser una pandilla de degenerados, primero se lo agradeceré profundamente y, segundo, le diré que lo único que nosotros pretendemos es, tal y como subraya una de las acepciones de la palabra perversión, «perturbar el orden o el estado de las cosas». Dudo que, producto de esta perturbación, el mundo resultante fuera peor de lo que es ahora.