Cuando el 2 de julio de 1998 salió publicada en la prensa la esquela de Francisco Paesa, fallecido en Tailandia, muchos respiraron. Por fin desaparecía del mapa el espía que, entre otras cosas, había negociado la entrega de Luis Roldán al gobierno español en el famoso caso de los papeles de Laos.
Sin embargo, aquel muerto estaba vivo. Aquella esquela no era más que la penúltima jugada del espía español más importante de las últimas décadas. No tenía licencia para matar como James Bond, pero vivió con la opulencia de 007: bebiendo champán Dom Perignon y acompañado de hermosas mujeres. No era un personaje de ficción, pero se comportaba como los héroes de las novelas de John Le Carré.
Siempre con una causa judicial pendiente, siempre con la policía pisándole los talones, Paesa ha vivido al filo de la legalidad una existencia trepidante: estafador del presidente ecuatoguineano en 1968, traficante de armas internacional, vendedor de misiles a ETA -que culmina con la célebre Operación Sokoa-, mediador en el caso GAL intercediendo a una testigo protegida por Garzón, agente secreto del Ministerio del Interior en los años más oscuro del felipismo.
Una historia trepidante que ha inspirado la última película de Alberto Rodríguez, director de La isla mínima.