Lo que hemos vivido en estos años de excesos financieros corresponde a una situación idealizada por una racionalidad de tipo técnico encaminada a la legitimación de usos y comportamientos profundamente inmorales. No puede quedar resuelta la cuestión desviando la mirada de la realidad de la codicia sin límites aduciendo que, a fin de cuentas, los inversores no hacen otra cosa que tomar decisiones en función de objetivos y estrategias propias del mercado. Como si el mercado fuera algo independiente de las disposiciones y actividades de sus agentes. El mercado no es una conciencia que manifieste una decidida orientación al logro del bien común. No hay duda de esto. Pero tampoco se comporta, ni de cerca ni de lejos, como un ecosistema capaz de establecer sus propios mecanismos de regulación y equilibrio. Y menos todavía, por lo que respecta a sus reflejos sociales y morales. Pero el dictado del neoliberalismo no ha llegado a su fin. Muchas de sus tesis saldrán, sin duda, reforzadas, en virtud de las graves dificultades financieras y presupuestarias que deberán afrontar los Estados en los próximos años. Por más que se agrave la pobreza, que golpea indistintamente, aunque, en especial, a los trabajadores mayores y a los jóvenes.