El autor: Nací en la periferia de Madrid poco después de que el siglo XX hubiera atravesado su ecuador. Mis raíces nunca encontraron un puñado de tierra donde arraigar y se acostumbraron a buscar su alimento entre el asfalto cuarteado, el hormigón y el humo. Quería volar, pero no podía. Por eso me conformaba con soñar a todas horas.
Con un pedazo de yeso, pintaba un barco de vela sobre el asfalto y en él navegaba impulsado por el viento; luego, pintaba un avión y daba la vuelta al mundo; y un tren, y un elefante, y las cataratas de un río como los que salían en el cine. A veces, también dibujaba un libro, y me ponía a leer.
Algunas veces, sin volver la vista atrás, hago recuento: tengo un hijo estupendo, un título universitario apolillado, una casa grande, varios amores apasionados, algún sueño obsesivo, pocas certezas, muchas incertidumbres.
Sobre todo, leo y escribo libros.
A los niños y a los jóvenes les he contado muchas cosas en mis libros, pero hay días en que comprendo que soy adulto y, por eso, escribo también historias de gente con cierta edad.
Observo todos mis libros alrededor de ochenta y me agrada que algunos anden por el mundo traducidos a otras lenguas (francés, italiano, portugués, árabe, chino, coreano.), me reconforta también haber ganado con ellos unos cuantos premios (el último ha sido muy recientemente, el Gran Angular de novela). Sé que si no los hubiera escrito sería un poco menos feliz; pero, por fortuna, no me siento satisfecho
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El libro: Escribir es una tarea ingrata. Y, en ocasiones, peligrosa. Y, sin embargo, hay quien todavía decide aventurarse en el intrincado mundo de la ficción. Tal vez porque escribir no sea un camino libremente elegido sino un destino irrevocable, una suerte fatalmente asignada.
Los protagonistas de estos relatos padecen todos el mismo mal irreversible: son escritores que arrastran penosamente su condición, criaturas a merced de un caprichoso azar inmisericorde. Unos buscan desesperadamente a sus lectores y otros quisieran poder escapar de ellos; algunos inventan la vida de otros para poder reinventarse la suya propia; o intentan refugiarse en la ficción y acaban enfrentándose a la realidad de sí mismos, definitivamente perdidos en el laberinto de su existencia.
Con amarga ironía, en unas páginas en las que se concitan la conmiseración y la risa, ALFREDO GÓMEZ CERDÁ despliega ante el lector la peripecia de unos seres atrapados entre sus propios renglones, esclavos de los designios de ese despiadado, apasionante oficio miserable.
"¡Oficio miserable! ¿De qué otra manera puede llamarse lo que hago? Caminar desnuda por la vida, con frío o calor, despedazando mi propio cuerpo hasta encontrar ese puñado de esencias que me permitan respirar lo imprescindible. Y organizar los despojos, la mayoría malolientes y en franca descomposición, en folios, en frases, en palabras, en sonidos... Insisto, oficio miserable el mío, preferiría construir algo con mis manos, darlo forma con las yemas de mis dedos, acariciarlo, sentirlo de una manera primitiva; algo que tenga una utilidad elemental y relativa, como una silla donde poder sentarse, un cántaro donde guardar el agua, un espejo donde constatar que el tiempo lo arrasa todo, un peine, un zapato, el hueco de una ventana abierto en una pared por donde se nos escapa la vida sin darnos cuenta...
(Oficio miserable, pp. 107-108)
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