La mejor forma de aprender es viajando, y la mejor forma de viajar es a través de un libro. Claro es que este, debe estar dotado de cierta virtud que nos permita naufragar sobre aguas calmas que conduzcan a tesoros inimaginables. Así nos lleva a surcar la profundidad de las aguas: No llames corazón a lo que tienes, a la deriva, sin poder rastrear los límites del horizonte y sorprendiéndonos a cada avatar. Nos transporta desde Tegucigalpa a Barcelona, de París a Praga, de Florencia a Potosí; incursionando escalas entre China y el Congo, Cuba y Suiza, entre Argentina e Islandia, cruzando por el Sáhara hasta llegar a Haití; con la misma velocidad del viento y la magia de los atardeceres. Siendo cómplice del tiempo, la historia, nos permite sentarnos a la mesa con Frida y con Gaudí, con Lewis Carroll y Man Ray, con Darwin y la Piaf. Podemos vivir la aventura de jugar con Einstein y Miró, y en un ratito encontrarnos con los hermanos Grimm y Delacroix; donde a veces se asoman Cristóbal Colón y Freud, Foucault y Wilde, Marlon Brandon y García Márquez, Cyrano de Bergerac y Mao Tse Tung, Borges y Bretón. Encontrarse con todos ellos y tantos otros, como un tesoro vedado y de la mejor manera posible, no como seres intergalácticos o de ensoñación, sino como pares, como transeúntes, como vecinos, como al igual que uno, parte de la misma historia.