Lázaro, el joven, es aprendiz de escritor pero, por alguna razón, nunca escribe historias largas. Lázaro, el maestro, es escritor y tiene al primero como alumno. L. el maestro opina que L. el joven no escribe historias largas, teniendo como en su opinión tiene talento y capacidad para hacerlo, porque pertenece a la generación de lo fragmentario, del post bloguero, del vídeo de YouTube de como mucho tres minutos. L. el joven no se lo discute del todo, pero alega que el principal problema es que no tiene argumentos, que le falta imaginación para construirlos. Entonces L. el viejo le dice que le regalará un argumento que él tiene, y sobre el que no va a escribir. Gracias a esa historia, L. el joven arma su novela, bien que con fragmentos de los que recela que formen un conjunto. En ellos, inadvertidamente, compone un retrato de los niños feroces, esos jóvenes impetuosos que hacen las guerras en primera línea, a pie de trinchera y a cara de tanque, ganando la marca de la hombría y de la culpa, mientras otros, supuestos hombres hechos y derechos, toman en retaguardia la decisión de enviarlos y se desentienden del horror que sufren y que causan.