No he sido yo quien ha inventado mi profesión. Lo que quiero decir, más o menos, es que la he heredado. Llevo desde la infancia deambulando por sus laberintos. No conozco otra forma de vivir, cosa que lamento con frecuencia. Mi profesión
constituye la extensión inevitable de mi dilema íntimo y personal; algo letal, sin lo cual, no obstante, perecería.
¿Me atreveré a revelar la naturaleza de mis investigaciones, convencer al mundo de que
esta obra mía reviste un auténtico valor, de que no está marcada por la perversidad, de que no es delictiva, sino que surge de una auténtica ternura, sí, de que la inspira, la conforma, la impulsa el amor?
Si mi investigación parte sin ambages de la pulsión erótica, ¡también resultará, y no podría ser de otro modo, profundamente filosófica! ¿Por qué no puede la lujuria ocupar un lugar central en la investigación psicológica? Y si dicen de mí que soy el marqués de Sade de la psiquiatría... ¿qué más da? Algunos me odiarán, otros me venerarán.»