Fueron ciertos, como la vida misma, si bien con aportes de fantasía y buen humor, de los que el autor no quiso desprenderse, al plasmar sobre el papel una historia, que a la gente que la conoció no dejó en nada indiferente.
Paca, Paquita la llamaban, por ese hábito tan común en muchos lugares de empequeñecer lo natural, como si con ello lo hicieran más próximo, fue la víctima propiciatoria que le tocó padecer la acción vil, nacida al socaire de la irracionalidad,.
Y, por más inri, tuvo que sufrir en sus propias carnes la incomprensión por parte de una sociedad aldeana, anclada en el pasado más rancio, fruto de la educación impuesta por el color de moda, el azul, en comunión diaria con el púrpura, cual patricio romano, bajo el palio ganador.
Igual que a una yegua la montó, sin pedir permiso a nadie, tan sólo a su inhumana conciencia.
Y al final, lo que no debió ser se convirtió en triste realidad, y con ésta, la mala fama la acompañó, para no separarse jamás, extendiéndose a los dos: a la madre, sin tener culpa de nada y, al hijo, por la misma sin razón.