El 24 de marzo de 1980 era asesinado junto al altar Óscar Arnulfo Romero. Nombrado arzobispo de San Salvador apenas tres años antes, monseñor Romero no dejó a nadie indiferente. Unos lo consideraban un profeta, un mártir, un luchador por la paz y el diálogo, un hombre de Iglesia; otros, por el contrario, veían en él a un revolucionario, un agitador de masas, un político frustrado que promovía la crispación, un personaje en busca de notoriedad social.
Romero había nacido en Ciudad Barrios, población situada en el «Oriente» salvadoreño, el año 1917. Como sacerdote y obispo jamás soñó con ser un héroe; sin embargo, su alto sentido de la responsabilidad le obligó a reaccionar ante la sangre derramada y luchar en favor de la dignificación de los más pobres de su país.
El rostro amable de Romero, esculpido en piedra entre Dietrich Bonhoeffer y Martin Luther King en el frontispicio de la catedral de Westmister, junto a los «nuevos mártires» del siglo XX, invita a mantener la esperanza contra toda desesperanza.