Hay poetas que se pasan la vida afilando lapiceros. Su obsesión es tenerlos siempre a tono, que el grafito amenace, que asuste, que el papel se retraiga ante el amago del puntiagudo y áspero roce de su punta. Lo malo es que en esa fijación los poetas se entretienen, se retrasan, se pierden mientras se empeñan, compulsivos, en dar brillo a sus armas y colocarse en un puesto de observación privilegiado desde el que detallar la trascendencia.
Entre tanto, los poetas van aprehendiendo la poesía de las cortezas de los árboles, de los trozos de tierra, de los asientos traseros de los coches, de las muelas cariadas, de las axilas y de todos los libros de poesía y de filosofía que han pisoteado mientras viajaban, dejaban de dormir o daban vueltas a las cosas de la vida sentados en el váter.