Lee y respira.
Soñamos con pasear descalzos por la blanquísima arena de una playa del Caribe, olvidando que la felicidad no depende de donde ponemos los pies, sino de donde está la cabeza. Nuestros ánimos merodean por el lugar por el que andan nuestros pensamientos. ¿Y por dónde pasean? Por los caminos que se les antoja. No sabemos lo que vamos a estar pensando de aquí a cinco minutos, una hora o un día. La mente se dedica a saltar de idea en idea, igual que un mono se pasa el día brincando de árbol en árbol. Tiene vida propia.
Los pensamientos entran en nuestras cabezas sin pedirnos permiso. Y vamos reaccionando con pena, miedo, rabia, vergüenza... Si en algún momento logramos ser conscientes de su contenido, observarlos con un mínimo de distancia, entonces se abre la posibilidad de poder darnos cuenta de que quizás nos estamos ofuscando por alguna idea carente de sentido. Experimentamos un destello de lucidez. La dicha, la serenidad, solo podemos encontrarlas alargando esos instantes conscientes, acompañando a la mente para que no ande sola.
Corremos tras objetivos, nos esforzamos por cumplir los roles que la sociedad nos ha asignado, nos preocupamos por las relaciones que mantenemos con los demás, cuando la felicidad surge de algo muchísimo más esencial: de la relación que mantenemos con nuestra propia mente.