Las tentaciones a las que Estévez nos incita a sucumbir son, por supuesto, las de la exaltación casi pagana de la existencia, del gozo de los cuerpos, del insaciable deseo que nos constituye como seres humanos, que nos alienta y nos destruye. Pero también la tentación del descubrimiento y del saber, de la búsqueda afanosa de todo cuanto otorgue un poco de luz y significado a la vida. Surge así el tiento autobiográfico, la apasionada pintura de los libros, la música o los paisajes que nos hacen ser quienes somos. Y está, sobre todo, la tentación de la palabra: la idea de que el mundo está inacabado si alguien no lo pronuncia de nuevo cada día. He aquí, pues, unos pequeños retratos de corte intimista, una colección de relatos brevísimos que en unas pocas líneas anuncian tanto el gozo supremo como la desolación y la ceniza de la soledad, viejas fábulas y mitologías que la ironía de Abilio Estévez nos presenta con un perfil inesperado y sorprendente. En suma, fragmentos dispersos de un decálogo cuyo principal mandamiento es el de sentir que estamos vivos.