Christo Brand se crió en una granja sudafricana. A los 18 años era un chico blanco afrikáans que había crecido empapándose de la cultura responsable de las leyes del apartheid.
Nelson Mandela también creció en una comunidad rural. Su padre era un jefe tribal que lo envió a estudiar Derecho para que pudiera tomar parte en la lucha contra el apartheid, lo que le llevó a la cárcel.
Sus mundos, tan opuestos, entraron en colisión cuando Christo entró a trabajar en el servicio penitenciario estatal y fue enviado a Robben Island para vigilar a los prisioneros encarcelados allí, de los que Mandela era el indiscutible líder. Christo y Mandela, que entonces tenía 60 años, podrían haberse convertido en enemigos acérrimos. En cambio, forjaron una extraordinaria amistad hecha de pequeños gestos que estableció un vínculo inquebrantable entre ellos.
Durante aquellos años, Mandela sufrió mucho por el distanciamiento obligado de su familia. Se le prohibió ir al funeral de su madre, lo que para él supuso un enorme desgarro. Un día, su mujer, Winnie, trajo en secreto a su nieta a Robben Island. Christo puso en riesgo su trabajo al llevarle al bebé a Mandela para que lo sostuviera.
Su amistad quedó sellada por momentos compartidos como ése. A veces sólo por un gesto o una sonrisa; otras, por un acto de generosidad. Y el lazo entre ellos se extendió más allá de los años de prisión de Mandela. Siendo ya presidente de Sudáfrica, Mandela buscó a Christo y le ofreció un trabajo en los archivos del Parlamento. Invitó a Christo y su familia a su casa y lo consoló cuando uno de sus hijos murió en un accidente de tráfico. Pocas semanas antes de morir, Mandela le llamó para despedirse.
Esta es la historia de un hombre al que Mandela, gracias a su espíritu, su bondad y su carisma personal, hizo cambiar con las mismas armas con las que luego transformaría a toda una nación.