La figura de Manolete siempre me hace sentir el peso de su ausencia. Adulado por unos, sobre todo después de que su muerte trágica en el coso de Linares, en 1947, le elevara a los altares del martirologio; abroncado y vilipendiado por otros en particular por los escribas y guardianes del templo de la corrida Manolete, alias El Califa, todavía sigue fascinando y perturbando. Me da la impresión de que ha habido escaso interés por su persona y demasiado por lo que aparentemente encarnaba: las viejas fatalidades de la guerra civil, el héroe culto de un país exangüe, el inventor de una tauromaquia ascética y patética, a costa de algunos «trucos», según el decir de algunos.
Después de reunir datos e informaciones, me puse a la tarea, un poco temeraria, de conjeturar lo que Manolete habría podido decirnos si hubiera tenido tiempo y ganas de cruzar la barrera de su silencio. He intentado reproducir su voz, adentrarme hasta donde me ha sido posible en el misterio de su fragilidad señorial, remontarme hasta la fuente de su exigencia mortal.
F. Z.