Pero no hay que llevarse a engaño, pues entre los bosques y en los lugares más recónditos de las montañas aparecen los restos de civilizaciones milenarias que leían su destino en las estrellas y que desaparecieron como habían venido, misteriosamente.
Sus herederos habitaban las ruinas de estas poderosas culturas cuando llegaron los conquistadores, y, con ellos, una nueva religión que sembró el continente de lugares a los que acuden en peregrinación millones de personas.
Entre lo viejo y lo nuevo, América posee más bellezas que ningún otro lugar en el mundo y, sus habitantes, pasión por una tierra que se ama y se apodera del alma.
América posee el corazón más joven del planeta y una gigantesca columna vertebral que está creciendo todavía.
Tiene, además, dos rostros.
Uno mira desde lo alto de la gran cadena montañosa que hierve de volcanes, contempla ambos océanos, es abrupto y está en movimiento. Sus dioses son enérgicos, han creado y destruido la Tierra varias veces y se atreven ahora a prever el futuro, mostrándose mediante las profecías mayas al resto del mundo.
El otro mira hacia el este, por donde llegó el único Dios que se superpuso a la multitud de divinidades existentes.
De la mezcla, el corazón de América quedó recubierto de piedras preciosas.
Dioses aztecas, mayas, incas, aymaras y espíritus ancestrales junto con orixás venidos de África conviven en esta tierra nueva con la Virgen María y el Dios cristiano.
Iglesias, santuarios y basílicas reciben a millones de creyentes, mientras que los restos de las antiguas civilizaciones permanecen en silencio. Muchos están aún cubiertos por la selva, algunos sin descubrir todavía, y hay otros cuya función se desconoce, pero todos están mirando al cielo, esperando una señal, la presencia de dioses que hace tiempo se desvanecieron en la oscuridad del universo.