Hay trabajos periodísticos que con el tiempo alcanzan la consideración de clásicos por la fuerza de su denuncia, por la energía de sus descripciones, por el ritmo literario o por poner en primer plano los detalles importantes.
Esta crónica está escrita junto a la habitación de cristal blindado. Allí dentro hay fanáticos que llevan en su frente la señal de golpes diarios contra la alfombrilla del rezo, pero también los hay que presumen de juergas, amantes y drogas. Los hay de conversión reciente y quienes durante años viajaron por todos los escenarios que en Europa se han ido vistiendo de sangre. Algunos de ellos fueron dejando su rastro por trenes, pisos y huesos de dátil; otros, más peligrosos aún, aportaron a la causa del odio su alta cuna, su coeficiente intelectual y sus muchos idiomas.
El relato intenta penetrar en el porqué de las intenciones últimas de los que llevaron el horror a cimas inimaginables, pero también noshabla, desviando la mirada del escenario principal, de la vergüenza de padres, hermanos o esposas que, compartiendo sangre o cama con los presuntos culpables, no se dieron cuenta hasta demasiado tarde del círculo del mal en el que estaban viviendo. Y se detiene, a veces con la ironía como recurso estilístico, en quienes, sin pudor ni respeto alguno por los hechos, por las víctimas o la salud de la convivencia política, han tergiversado, mentido, difamado.
Hay trabajos periodísticos que con el tiempo alcanzan la consideración de clásicos por la fuerza de su denuncia, por la energía de sus descripciones, por el ritmo literario o por poner en primer plano los detalles importantes que a otros pasan desapercibidos. El texto de Pablo Ordaz pertenece a esta categoría.