Por otro, los inmigrantes ya instalados en el corazón de la Europa Occidental y en franjas de los Estados Unidos (especialmente el Sur y el Oeste Medio) suponen un factor de inquietud, cercana a la revuelta, por razones en las que se alían la falta de ideales y de valores en gentes incluso de tercera o cuarta generación (política y jurídicamente iguales en todo a los nativos, al menos teóricamente), el rechazo xenófobo de buena parte de la población nativa (lo que produce una reacción de explosiones cada vez más violentas e incontroladas de un orgullo herido), y la importación en esos jóvenes airados de valores y manifestaciones culturales procedentes de la «contracultura» de esos mismos países que acogen (por parte de empresas interesadas en mano de obra barata) y a la vez rechazan (por parte de las clases medias a duras penas consolidadas) la inmigración, y ya no solamente la clandestina.
Todo ello constituye un verdadero desafío para las ciencias sociales en general y muy en especial para la filosofía en su vertiente continental, obsesionada desde mayo de 1968 con el problema de la alteridad, pero al parecer sin demasiado éxito en planos más concretos y cercanos al latir cotidiano de las grandes ciudades europeas y norteamericanas.