El vaivén de las sirenas, en silencio, transforma la noche en un caleidoscopio abierto. El inspector Gonzálvez, el gesto serio, pasa al otro lado del cordón policial.
Arte macabro. Músculos, tendones y órganos enfrentados en un amasijo carnicero. Los huesos, fracturados, sobresalen de la carne. El tronco, desmembrado: los brazos y las piernas dispuestos en un marco triangular en torno a él, y, en el centro absoluto, su cara. Su cara de porcelana, de cera, de princesa dormida a la espera de un beso que devuelva el color a su sonrisa: una bufonería de su lobo.
En el muro aledaño, escrito con su sangre: «Nostra ascensio die ipsa in eius adventi mense».
El diablo domina todas las lenguas.
Las sombras cruzan el rostro de Gonzálvez. Pese a que su cerebro encuentra mil excusas para decirle que se equivoca, desde que se bajó del zeta está sintiendo ese reflejo primitivo de supervivencia que, sin razón aparente, tira de él hacia atrás y le oprime el corazón. No tiene ninguna prueba, pero tampoco le cabe la menor duda: el Enemigo ha vuelto.
Una novela negra con tintes satánicos.