La Hispania de los siglos XI-XV desarrolló alrededor de la Biblia una cultura singular y plena, que es parte constituyente, y no un mero añadido superfluo, de la historia general de Europa. En el siglo XVI, precisamente cuando la monarquía española creyó que debía liderar el proyecto de una Cristiandad unida contra musulmanes y judíos, Europa se fraccionó. Entonces, la España oficial elaboró unos planes dirigidos hacia objetivos que, por un lado, traicionaban la historia que la había conducido hasta allí, y, por otro, la excluían de los fines y los planes de los reinos europeos, que antes la habían presionado sin cesar para que los aceptase. Tal es la tesis central de este libro. Y, sorprendentemente para un observador actual, en vez de supeditarse al pensamiento de la nueva Europa, aquella España desplegó, junto con las Américas, una literatura que alcanzó las más profundas experiencias de la naturaleza humana, aunque la cultura protestante no la valoró más que como un exotismo PARACLÁSICO.
Si entendemos con Unamuno que el pensamiento filosófico se encuentra diluido en la literatura, en la acción o en la mística, la floración intelectual española de los siglos XVI y XVII, en contra de cualquier pronóstico, deslumbró y todavía deslumbra a cualquier estudioso honrado de la época. No hubo ningún erial, porque aquellos hombres y aquellas mujeres supieron convertir el resentimiento en ironía; la amargura y la angustia, en discurso capaz de comprender aquellos tiempos incomprensibles; y el miedo, en narración que explicaba su propia existencia: Vives, León Hebreo, Fernando de Rojas, los traductores de la Biblia Políglota, fray Luis de León, Pérez de Oliva, Vitoria, Molina, Vázquez de Menchaca, Suárez, Servet, Juan de la Cruz, Cervantes, Calderón o Gracián hornean un pensamiento que había fermentado ya durante el siglo XV en Alfonso de la Torre, El Tostado, Sibiuda, Cartagena o Martínez de Osma.