Otoño de 1937. Un tren anónimo surca la taiga nevada. Cientos de soledades sumadas -niñas y niños españoles, entre ellos una nutrida representación de asturianos- viajan de Leningrado a Moscú. No se trata de un viaje de recreo, no están de vacaciones. Son desplazados: han sido llevados allí, a miles de kilómetros de los suyos, para protegerlos de los peligros de una guerra. El azar cruza las vidas de la responsable de la expedición -la maestra guapa, la comienzan a llamar todos- y uno de los muchachos, hijo de una antigua alumna de esta. Reconocimiento, simpatía. La comunicación resulta fácil: basta una mirada, un gesto, una palabra para provocar la evocación. A flor de memoria, catarata de recuerdos, sensaciones, sentimientos -tal que destellos o ráfagas intermitentes pero intensas- fluirán a borbotones. Frío, desolación, incertidumbre. El viaje toca a su fin: ¿Veis las murallas y aquellas torres tan altas? Son las del Kremlin. Ligeros de equipaje constituye un decidido eslabón contra el silencio cómplice y la desmemoria interesada?esa espuria revisión, berroqueña e impúdica?, impulsado por una prosa a la que alienta una decidida tensión del lenguaje hacia la exactitud.