El libro se inicia con un ascenso solitario («La subida») por el bosque, entre acantilados, persiguiendo aprehender esa celebración interminable que es la primavera, su magisterio fértil, en una original y paradójica reinterpretación de la misma como estación última, como conquista final. «Taller de paisajistas», la segunda composición, ofrece, disfrazada de lecciones de pintura, toda una poética: cómo el arte consigue acceder a los secretos de la naturaleza, cómo puede rescatar también el poder sugestivo de sus luces y colores. El punto de inflexión se produce en la tercera parte del libro, «Curva en el camino del bosque», donde la injerencia del dolor y la muerte trastoca la visión de las cosas, ahora ya más inhóspitas, aunque siempre en los límites de un mismo paisaje, cuyo emocionado recorrido es también una forma de consuelo. En «Voces para una danza infinita», el refugio lo ofrece la identificación panteísta entre el alma y la naturaleza, esta vez representada por la noche y la lluvia. Mientras que es la última parte, «El río», la que le descubre al sujeto poético a través de una corriente que es mero fluir inevitable, pura forma inaprensible una aceptación, una sabiduría, entre la desolación y la promesa. Cinco trazados diferentes que nos invitan a celebrar la naturaleza, el arte, la vida.